El enigma de la extinción de los dinosaurios


Mucho es lo que se ha hablado, desde que fueran descubiertos —o mejor dicho, identificados— a principios del siglo XIX, sobre la misteriosa y repentina extinción de los dinosaurios; aunque en realidad, y desde el punto de vista paleontológico, nada tiene de excepcional si tenemos en cuenta que han sido catalogadas un total de seis extinciones masivas a lo largo de la historia geológica de la Tierra, de las cuales la que nos ocupa es la última y ni siquiera la más importante, puesto que se estima que en ella «sólo» se extinguieron el 75% de las especies, mientras que en la extinción del Pérmico-Triásico desaparecieron el 95% de las especies marinas y el 70% de las terrestres.

Sin embargo, la extinción cretácica —como también se conoce a la de los dinosaurios—, ocurrida hace 65 millones de años, es sin duda la más conocida de todas ellas y la única de la que tiene noticia el común de los ciudadanos, razón por la que está más que justificado que centremos nuestra atención en ella.

Para empezar, la noción de una extinción catastrófica es algo que se escapa a nuestra comprensión, puesto que en nuestra vida cotidiana no estamos habituados a ellas. Así pues, ¿qué causa pudo provocarla? Durante mucho tiempo —así lo estudié yo en mis libros escolares— nada se aventuró al respecto, hasta que el físico norteamericano de origen español Luis Walter Álvarez postuló en 1980 una revolucionaria teoría: habría sido provocada por el choque de un asteroide contra la Tierra, llegando incluso a indicar el posible lugar del impacto, el cráter —casi irreconocible— de Chicxulub, en el Yucatán mexicano.

La prueba de cargo aportada por Álvarez sería la conocida anomalía del iridio, un metal noble similar al platino y muy escaso en la Tierra, pero no en los asteroides. Álvarez descubrió que los estratos del Cretácico, último período geológico de la era Secundaria, y los inmediatamente superiores del Paleoceno, primero de la era Terciaria y carentes de fósiles de dinosaurios, estaban separados por una estrecha capa —lo que en términos geológicos equivale a un relativamente breve período de tiempo— de arcilla inusitadamente rica en iridio, con una concentración de este metal cientos de veces superior a la habitual en nuestro planeta. Puesto que esta capa de iridio ha sido encontrada en lugares tan dispares como Italia, Dinamarca, España, Nueva Zelanda, Estados Unidos y el Océano Pacífico, la conclusión era inmediata: la catástrofe habría sido global, afectando a todo el planeta y provocando la extinción de buena parte de la fauna entonces existente, quizá no tanto a causa del propio impacto sino del subsiguiente cambio climático provocado por éste —algo similar al conocido invierno nuclear— que sólo unos pocos grupos animales habrían logrado superar.

Pese a que no es aceptada por la totalidad de la comunidad científica, la teoría del impacto es sólida y asimismo verosímil; en los últimos años los astrónomos han descubierto varios miles de asteroides denominados NEO, siglas inglesas del término que, traducido al español, significa Orbitadores cercanos a la Tierra. Se trata de cuerpos pequeños —a escala astronómica— de alrededor de unos centenares de metros a algunos kilómetros de tamaño, que orbitan próximos a nuestro planeta y son capaces de causar graves daños, a raíz de su gran energía cinética, en caso de caer sobre nosotros. Se trata de un peligro real, aunque remoto, cuya cadencia vendría a ser del orden de un impacto cada varios cientos de millones de años... coincidente, por cierto, de forma bastante estrecha con la frecuencia de las extinciones masivas.

Y no se crea que tan dilatado período de tiempo nos deja a salvo de padecer una en los próximos años; en 1908 cayó, en la región siberiana de Tunguska, un pequeño asteroide —o gran meteorito— mucho menor en tamaño que el hipotético asesino de los dinosaurios, lo que no impidió que la devastación creada por su impacto se extendiera por un área de más de 2.000 kilómetros cuadrados —lo que equivale a un radio de casi 50 kilómetros a la redonda—, haciendo sentir sus efectos hasta los 400 kilómetros de distancia. Por fortuna cayó en una región deshabitada, pero de llegar a hacerlo en una zona densamente poblada como China, Norteamérica o Europa, la catástrofe habría podido alcanzar una magnitud sin precedentes.

De hecho, los astrónomos se toman muy en serio esta amenaza, máxime cuando fueron testigos de excepción, en fecha tan cercana como 1994, de la caída del cometa Shoemaker-Levy 9 en Júpiter, lo que provocó graves perturbaciones en las capas superiores de la atmósfera del gigante gaseoso... y Júpiter es mucho mayor que la Tierra.

Aceptemos, pues, como muy probable la caída de un asteroide en la Tierra hace unos 65 millones de años, culpable del cráter de Chicxulub, de la capa de iridio y, presumiblemente, de gravísimas convulsiones en nuestro planeta, con la consiguiente extinción de muchas formas de vida. Ahora bien, ¿pudo este cataclismo acabar con todos los dinosaurios? Este último punto, mucho me temo, ya no está tan claro.

Antes de seguir adelante, convendría aclarar algunos tópicos que, pese a su falsedad, suelen estar bastante extendidos. Así, nada más lejos de la realidad que la otrora extendida creencia de que los dinosaurios eran unos animales torpes y lentos, una especie de fondo de saco de la evolución condenado indefectiblemente a la extinción; muy al contrario, los dinosaurios eran unos animales perfectamente desarrollados y evolucionados, tan adaptados a su medio ambiente que durante 160 millones de años —casi la totalidad de la Era Secundaria— fueron las especies dominantes en el planeta.

Tampoco es cierto que los dinosaurios fueran todos coetáneos. Tal como ocurre en cualquier grupo animal, los dinosaurios evolucionaron mucho a lo largo de la Era Secundaria, siendo numerosas las especies que surgieron y desaparecieron de forma consecutiva durante este tiempo. Así pues, tan sólo una pequeña parte de las especies descubiertas por los paleontólogos existirían al final del Cretácico, habiendo desaparecido anteriormente el resto conforme a los mecanismos habituales de la extinción animal.

Otro error muy extendido consiste en creer que al finalizar el Cretácico los dinosaurios se encontraban ya al borde de la decadencia como especies vivas, lo que habría convertido a la catástrofe anteriormente citada en la puntilla de los mismos; al contrario, justo antes de la Gran Extinción los dinosaurios seguían tan pujantes como siempre, por lo cual cabe pensar que, de no haber ocurrido ésta —presumiendo su carácter catastrófico—, los dinosaurios habrían seguido enseñoreándose de la Tierra. Y desde luego, es completamente falso el tópico difundido por la película Fantasía de que los dinosaurios se extinguieran todos de golpe; aunque rápida en términos geológicos —algunos paleontólogos estiman su duración en varios millones de años—, la extinción no fue en modo alguno repentina, sino gradual.

Por último, es preciso recordar que los dinosaurios, aunque tradicionalmente han sido considerados como reptiles, en realidad presentaban características anatómicas propias muy diferentes a las de éstos y considerablemente más «modernas» —dentro de la precaución con la que hay que manejar este término dentro de la biología evolutiva—, estando ya ampliamente aceptado que probablemente serían animales de sangre caliente, como los mamíferos o las aves, mucho más capaces por tanto de afrontar los cambios climáticos que los de sangre fría, como los verdaderos reptiles. Asimismo está hoy prácticamente asumido que las aves modernas descienden de un tipo de dinosaurios bípedos, habiendo conservado aún hoy muchas características anatómicas de los mismos. Así pues, si quisiéramos identificar a los dinosaurios con algún animal moderno, tendríamos que hacerlo con las aves, no con los lagartos o los cocodrilos.

Retomando el hilo de la extinción, ha llegado la hora de plantear la pregunta que desde siempre me ha intrigado y que, a mi entender, las teorías actualmente en vigor no son capaces de explicar por completo: Admitiendo la existencia de una catástrofe de origen cósmico —la caída de un asteroide— y la de extinciones masivas provocadas por la misma, bien sea directa o indirectamente a causa de los trastornos causados por ésta, ¿por qué razón las extinciones fueron tan minuciosamente selectivas, aniquilando por completo a los dinosaurios y a varios grupos animales más —que pese a la creencia popular no eran dinosaurios— tales como los pterodáctilos, los ictiosaurios o los plesiosaurios, al tiempo que respetaba tanto a grupos «modernos» —aves y mamíferos— como a otros «antiguos» —reptiles y anfibios— mucho menos evolucionados que éstos?

La cuestión, a poco que se analice, no es baladí, y desde luego yo no he encontrado ninguna explicación satisfactoria para la misma. Por el contrario, el sentido común indica que, en el caso de una extinción masiva provocada por una causa externa al planeta, lo lógico sería que afectara por igual a todos los grupos animales sin distinción de ningún tipo, causando la extinción, en todo caso, de aquellos que por su escasez o su exigua adaptabilidad resultaran ser más vulnerables... caso que no se daba, ni de lejos, con los dinosaurios, dominantes sin discusión en todos los nichos ecológicos de la Tierra de su época.

Eso sin contar con otra cuestión que suele ser pasada por alto: en el caso de una extinción masiva el número de fósiles de dinosaurios debería ser, obviamente, muy superior a la media justo en el estrato correspondiente al impacto del asteroide, es decir, en la famosa anomalía del iridio, cosa que por lo que yo sé no sucede; simplemente, desaparecen. ¿Cómo se puede explicar esto?

Se ha dicho, y parece ser la explicación más frecuente, que la extinción afectó a los animales de tamaño mayor que el de una gallina o un gato, evidentemente más vulnerables que los más pequeños... olvidando que había dinosaurios de todos los tipos, no sólo triceratops o tiranosaurios, sino también de tamaño inferior al crítico. Se ha dicho también que la verdadera causa de la extinción fueron los cambios climáticos subsiguientes al impacto, olvidando que había dinosaurios en todos los nichos ecológicos, incluso también, al parecer, en las regiones subpolares. Y desde luego, un animal de sangre caliente soportaría estos trastornos mucho mejor que uno de sangre fría, tal como he comentado anteriormente.

Eso sin olvidar algo que suelen obviar los defensores de la teoría de la gran catástrofe, el hecho de que en el mar también hubo extinciones masivas asimismo sospechosamente selectivas, que afectaron a animales de gran tamaño tales como los ictiosaurios y los plesiosaurios —recuerdo de nuevo que no eran dinosaurios— respetando a los peces o a muchos de los invertebrados que poblaban los océanos cretácicos... pese a que, cabe suponer, los animales marinos estarían mucho más a cubierto de la catástrofe que los terrestres.

Haciendo una comparación entre los grupos animales desaparecidos y los que lograron sobrevivir nos encontramos con unos resultados ciertamente llamativos. Así, sobrevivieron los mamíferos, tan antiguos como los dinosaurios pero que habían llevado una vida lánguida a la sombra de sus rivales, y también lo hicieron las aves, poco más que dinosaurios con plumas, mientras todos sus parientes se extinguían sin dejar el menor rastro junto con los pterodáctilos voladores. Asumiendo que los dinosaurios —y probablemente también los pterodáctilos— estaban al menos tan evolucionados como los dos grupos supervivientes, y eran asimismo mucho más numerosos tanto en cantidad de especies como posiblemente de individuos, ¿por qué unos sí y otros no, cuando parece lógico pensar que el «pepinazo» afectara a todos por igual? ¿Por qué se extinguieron los dinosaurios y no las aves, pese a ser parientes cercanos suyos?

Tuátara
Fijémonos ahora en los reptiles y los anfibios. Los reptiles modernos cuentan con ramas evolucionadas como los lagartos y las serpientes —aunque nunca llegaron a dar el salto a la sangre caliente— y otras tan antiguas o más que los dinosaurios y auténticos fósiles vivientes, como es el caso de las tortugas y en especial de los cocodrilos, parientes lejanos de los dinos, y todavía más del poco conocido tuátara, un antiquísimo reptil sin parentesco con ningún otro que habita en algunas pequeñas islas del archipiélago de Nueva Zelanda. Realmente cuesta trabajo creer que todos estos animales sobrevivieran al cataclismo mientras los dinosaurios sucumbían, y lo mismo ocurre con los modestos anfibios, mucho más sensibles a un posible cambio de hábitat dada su dependencia con el agua. En cuanto a los vertebrados, tan sólo quedan por considerar los peces, a los cuales no parece ser que les afectara mucho lo que fuera que pudo ocurrir entonces.

Dejo fuera de este estudio, por desconocer en detalle qué fue lo que les ocurrió, a todos los grupos de animales invertebrados, tanto terrestres como marinos, de los cuales lo único que sé es que algunos grupos como los amonites y los belemnites también se extinguieron por entonces, aunque ignoro si esto tuvo lugar precisamente durante el tránsito Cretácico-Terciario o si, por el contrario, sucedió antes; recordemos que la Era Secundaria fue un período de tiempo tremendamente largo. Lo que sí es cierto, es que animales como los insectos o los arácnidos, típicamente terrestres, ya existían con anterioridad al final de la Era Secundaria y no pareció irles demasiado mal.

En resumen: desde mi punto de vista, y pese a resultar perfectamente coherente y lógica, la teoría de la caída de un asteroide sobre la Tierra, o cualquier otra teoría catastrofista alternativa, no acierta a explicar la extraña selectividad de las extinciones, las cuales se cebaron curiosamente sobre los grupos animales que a priori parecían ser los más invulnerables de todos. Sin embargo, hay un hecho cierto: ni un solo dinosaurio fue capaz de atravesar la barrera que separa la Era Secundaria de la Terciaria, así que algo debió de ocurrir; pero ¿qué?

Originalmente publicado en www.jccanalda.es

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