Los alimentos transgénicos... y los otros


Pese a la mala prensa de la que gozan los alimentos transgénicos en estos últimos tiempos, convendría reflexionar sobre el hecho de que, partiendo de una necesaria exigencia de seguridad, no se tiene por qué rechazar sin más una técnica que bien empleada puede resultar beneficiosa, al tiempo que se recuerda que el hombre ha estado haciendo manipulaciones genéticas desde el mismo momento en que domesticó el primer animal o cultivó la primera planta. Tampoco conviene olvidar que varias medicinas tan importantes como la vacuna de la hepatitis B, la insulina o la hormona del crecimiento son sintetizadas por ingeniería genética sin que nadie se rasgue las vestiduras por ello, y teniendo en cuenta que la hormona del crecimiento sólo se podía obtener en cantidades ínfimas de los cerebros de cadáveres humanos, y que además existía el riesgo real de transmisión de enfermedades graves, no se puede decir que la iniciativa haya sido precisamente negativa.

El verdadero riesgo de la ingeniería genética no es éste sino otro muy distinto, también apuntado en estos artículos: Al parecer las compañías multinacionales punteras en esta tecnología no están realmente interesadas en un beneficio universal, como podría ser la obtención de vacas que den más leche o cultivos más resistentes a las plagas, sino que buscan su propio beneficio económico creando variedades de maíz resistentes a un herbicida que «casualmente» fabrican ellas mismas, o comercializando semillas que —también «casualmente»— dan plantas estériles cuyas semillas no se pueden utilizar en años sucesivos, lo que obliga a comprárselas todos los años, creándose así unos mercados cautivos que son monopolios de hecho... Vamos, blanco y en botella...

Pero si el tema de los alimentos transgénicos es delicado, no tanto por sus implicaciones tecnológicas como por sus posibles perversiones económicas, lo que obliga a mantener la guardia levantada, tampoco conviene que éste sea utilizado como señuelo desviando nuestra atención de otros problemas graves que están ahí mismo sin que nadie parezca preocuparse demasiado por ello, a pesar de que la industria de la alimentación es una de las que más afectan a nuestra calidad de vida, y no siempre precisamente para bien... Aunque no haya alimentos transgénicos por medio.

Hace unas semanas pusieron en televisión (en la segunda cadena, evidentemente), unos documentales que hablaban sobre este tema, y puedo asegurarles que me pusieron la carne de gallina. ¿Sabían ustedes que existen serias sospechas de que las grasas hidrogenadas (las margarinas, para entendernos) puedan crean serios problemas de salud tomadas en exceso, y los alimentos preparados las contienen en abundancia? Y lo peor de todo es que varios científicos denunciaron presiones de algunas industrias fabricantes de estos alimentos que, evidentemente, no deseaban que la difusión de estos datos perjudicara a sus negocios.

Filete reconstituido, con un 71% de «carne»
Otro de los documentales hacía alusión a todas las guarrerías que se hacen en estas industrias, y ponía un ejemplo realmente espeluznante: Se ha inventado una sustancia (una enzima concretamente) capaz de pegar entre sí los trozos de carne, con lo cual todos los desperdicios de las industrias cárnicas pueden ser convertidos en grandes piezas de carne que podríamos bautizar como filetes Frankenstein... Y lo peor de todo es que los autores del invento presumían ufanos de que el consumidor iba a ser incapaz de distinguir entre los falsos filetes y los verdaderos, aunque nada dijeron sobre la posible pérdida de calidad o sobre el hecho de darnos simplemente gato por liebre. Esto sin contar con otras lindezas tales como unas salsas que, gracias a unos aditivos especiales, se mantenían en estado sólido hasta que eran calentadas.

Y no hace falta irse tan lejos, ya que basta con leer detenidamente las etiquetas de los alimentos que tenemos en nuestra cocina para preocuparnos. En primer lugar está el tema de los aceites y las grasas omnipresentes —y en cantidades normalmente excesivas— en la inmensa mayoría de los alimentos preparados, porque no es preciso remontarse a casos tan graves y criminales como el del aceite de colza para descubrir que es imposible saber lo que estamos comiendo. Tiempo atrás la industria alimenticia utilizaba grasas animales —normalmente de cerdo, por ser las más baratas—, pero el temor al colesterol hizo que se tendiera al uso de grasas de origen vegetal, lo cual en principio parece una ventaja y desde luego nos lo vendieron como tal. Pero, ¿es suficiente? No todas las grasas vegetales son iguales, ni mucho menos, y no es lo mismo el aceite de oliva, e incluso el de girasol, que otros de mucha peor calidad pero mucho más baratos tales como el de soja, el de palma o el de semilla de algodón, este último utilizado en algunos establecimientos de comida rápida. Y por supuesto, tampoco es lo mismo utilizarlos en su estado natural que transformados en margarina, por las razones que he comentado anteriormente.

Sin embargo, si ustedes leen cualquier etiqueta verán que jamás se especifica qué tipo de aceite o grasa se utiliza, ya que únicamente se suele poner «grasas o aceites comestibles» (sólo faltaría que no lo fueran...) y, como mucho, se especifica que su origen es vegetal o animal. Vamos, algo parecido a como si en la etiqueta de unas salchichas pusiera tan sólo «Composición: carne».

Otra cuestión asimismo preocupante es la de los aditivos. Leo la composición de unas salchichas, por cierto de buena marca, por ponerles un ejemplo tomado al azar: Carne de cerdo, agua, tocino de cerdo, almidón, sal, proteínas de leche, cuatro estabilizantes, proteína vegetal (probablemente de soja), dos antioxidantes, aroma y potenciador de sabor. Otras marcas (también presuntamente buenas) incluyen además carne de pollo o pavo y, dado que ésta es muy insípida, claro está que tienen que añadir todavía más sabores artificiales para conseguir que sepan a algo. Como desde mi punto de vista unas salchichas de verdad lo único que deberían llevar es carne y tocino de cerdo, sal y, como mucho, un único conservante, pienso que todo lo demás sobra, desde los ingredientes baratos que presuntamente adulteran el producto —agua, almidón— como esa batería de aditivos (ocho en total) que se antoja, a todas luces, exagerada. Y por desgracia ésta no es una excepción, sino la regla.

Teniendo en cuenta que tanto los colorantes como los aromas artificiales están completamente de más ya que no aportan lo más mínimo a la calidad real del producto —e incluso los conservantes suelen ir a puñados, cuando cabría pensar que, como mucho, con uno solo sería suficiente—, la conclusión es que los fabricantes de alimentos abusan innecesariamente de estos aditivos, con el agravante añadido de que no se sabe lo suficiente sobre la presunta inocuidad de estos productos (varios aditivos utilizados hasta hace unos pocos años, como el ácido bórico o los nitritos, ya han dejado de usarse), con lo cual lo lógico sería que se restringiera al máximo el uso de estos productos, de algunos de los cuales hay fundadas sospechas de que puedan ser, cuanto menos, causantes de alergias.

La batería de despropósitos no acaba aquí. Si algunas marcas de leche no necesitan añadir conservantes a sus productos, ¿por qué otras sí lo hacen? ¿Por qué razón a los zumos de frutas se les somete al extraño proceso —ridiculizado por Gila— de deshidratarlos para posteriormente volverles a añadir el agua? ¿Por qué razón muchos postres lácteos se fabrican con leche desnatada a la que se añade mantequilla? ¿Por qué no se advierte que la leche desnatada pierde buena parte de sus vitaminas? Esto sin contar campañas publicitarias tan vergonzantes como la que hace algunos años enfrentó a los fabricantes de azúcar con los fabricantes de edulcorantes sintéticos, con ambas partes utilizando verdades a medias para intentar convencer a los consumidores.

Y si ustedes optan por consumir productos presuntamente frescos tampoco estarán a salvo, como lo demuestra el caso de las vacas locas, a las cuales convirtieron en caníbales —y de paso, en transmisoras de la enfermedad— por el expeditivo método de alimentarlas con piensos elaborados con los despojos de los mataderos... O el de los intoxicados por comer hígado de ternera atiborrada con clembuterol (un anabólico que propicia el crecimiento muscular e inhibe la formación de grasa, pero con efectos nocivos para la salud).

En resumen: Por desgracia no sabemos qué es lo que comemos, y al parecer no existe tampoco la menor voluntad política de que esta situación pueda cambiar en beneficio del consumidor, ya que los intereses económicos que hay por medio son tan poderosos que los ciudadanos no contamos absolutamente nada. Volvamos al tema del aceite de colza. Yo recuerdo que meses antes de que la gente comenzara a enfermar leí en un periódico un artículo que decía que no salían las cuentas, ya que se estaba vendiendo mucho más aceite de oliva que el que en realidad existía... Y fue necesario que murieran varios centenares de personas y enfermaran irreversiblemente muchos miles más para que se acabara con lo que empezó como un fraude consentido y terminó como uno de los mayores atentados contra la salud pública de toda la historia.

Tal como están las cosas, la verdad es que a mí personalmente el tema de los alimentos transgénicos no me preocupa más —aunque tampoco menos— que todo lo que me estoy tragando todos los días quiera o no, ya que es algo que por desgracia no puedo evitar. Como dice el chiste del cojo que fue a Lourdes, «Virgencita, Virgencita, que me quede como estaba».

Originalmente publicado en www.jccanalda.es

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